Toni Aira
Director Máster en Comunicación Política e Institucional,
Director de la Cátedra Agbar de estudios internacionales en comunicación institucional, para el desarrollo y crecimiento sostenible
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¿Recuerdan un programa de TVE que se tituló “Tengo una pregunta para usted, señor presidente”? El formato ya se había probado con éxito en otros países y consistía en simular que el jefe del Ejecutivo bajaba a pie de calle para rendir cuentas ante ciudadanos anónimos. Tras él –y sus buenos datos de audiencia– vinieron otros líderes.
Todos iban con mucha precaución, pero querían proyectar la imagen de políticos que no temían someterse a las preguntas de sus administrados, pese a ser conscientes de los riesgos que implicaba en directo un alud de preguntas. En cualquier momento podía saltar la sorpresa y una mala respuesta sobre el precio del café podía dejar en evidencia al político de turno. Eso es exactamente lo que le pasó a José Luis Rodríguez Zapatero: pretendió mostrarse cercano, pero al decir que un café costaba ochenta céntimos, pareció un marciano.
Los líderes mundiales desplegados en Glasgow para la COP26 tuvieron que someter a escrutinio lo más preciado y, al mismo tiempo, lo más frágil que tiene un político: la credibilidad
Les sucedió algo parecido a los líderes mundiales desplegados en Glasgow en otoño de 2021 con motivo de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26). La gran diferencia es que ellos no podían ahorrarse aquella cita ante la opinión pública mundial. Pero, claramente, les une a aquella experiencia televisiva el riesgo al que tuvieron que someter lo más preciado y, al mismo tiempo, lo más frágil que tiene un político: la credibilidad.
En los tiempos hiperacelerados que vivimos, en una era de “turbopolítica”, el contraste entre aquello que los líderes prometen y aquello que hacen es más inmediato. Si existe, se ve antes la trampa, la simulación, el postureo. Si a esto le sumamos una política que para llegar a impactar en la dispersa atención de la ciudadanía debe elevar los decibelios de sus promesas, vemos retratada ante cumbres como la de Glasgow una de las principales causas de la desafección política de nuestros tiempos. Demasiado ciudadanos frustrados, rápidamente, constantemente, y de forma exagerada.
Es lo que conlleva la generación de expectativas desorbitadas que se frustran en poco tiempo y de manera flagrante. Y aquí es cuando la credibilidad cae en picado, cuando falta a los liderazgos la gran fuente que los abastece: la coherencia. Es decir, la correspondencia entre aquello que dices que haces y aquello que realmente haces. La correlación diáfana entre aquello que dices que eres y aquello que la gente puede comprobar que eres.
El ecosistema social y mediático se entretiene con lo más llamativo, como la llegada del presidente de los EE.UU. a una cumbre por el clima en un convoy de coches contaminantes
Las reglas de juego en esta partida son duras, pero los políticos que han llegado arriba de todo, en teoría, saben moverse en este terreno pantanoso. ¿Vivimos en un ecosistema social y mediático que hace de la anécdota categoría y que se entretiene con lo que es más llamativo? Sin duda. Esto vale para un líder que pretende ser cercano y no sabe qué vale un café. También para un presidente de los Estados Unidos que asume importantes compromisos y que hace discursos contundentes contra el cambio climático donde su predecesor nunca hubiese ido, pero que, al mismo tiempo, se duerme cuando otros asistentes intervienen en una cumbre por el clima o que llega en un convoy de coches contaminantes que termina siendo la noticia.
Discurso y acción, alineados con el cuidado del planeta
Joe Biden es un claro ejemplo de los riesgos que corren los liderazgos políticos del presente por no ajustar bastante sus promesas y su acción a todos los niveles. Ha protagonizado la caída de popularidad más grande y rápida de un presidente en su país. Y es que fue tan grande la expectativa generada por el cambio que supondría el simple relevo de Donald Trump al frente del despacho Oval, que el batacazo ha sido un escándalo. Pesan las divisiones internas de los demócratas, la costosa gestión del día a día pospandémico y, sobre todo, los límites del liderazgo institucional y político de un presidente que accedió al cargo más bien por deméritos del adversario que por méritos propios.
Hay que premiar los liderazgos preparados para la acción que la sostenibilidad de la Tierra reclama o castigar electoralmente a los que no lo hacen: ambos escenarios son positivos para el planeta
Pero no todos los líderes mundiales son Biden, ni él está irremediablemente abocado al fracaso en la gestión en general y en la climática en particular. La COP25, aparte de los necesarios réditos que debería de dar en la lucha contra el cambio climático, también puede haberse convertido en un buen marcador de los límites de la frustración a la que los líderes mundiales siguen sometiendo a sus ciudadanos respecto a este gran reto. Puede haber sido útil para esto y, al mismo tiempo, para mostrar todavía más claramente los límites de ciertos liderazgos políticos. Y a partir de aquí, para ayudar a alguna reacción, claro.
Ni Rusia, ni China, ni Turquía estuvieron representadas al más alto nivel en la COP26. Eso retrató unos liderazgos políticos (Putin volvería a retratarse con posterioridad en Ucrania, aunque a otro nivel), a sus países y a sus sociedades. Los que sí jugaron la partida con sus líderes al frente merecen, como mínimo, que sus gobernantes acompañen fotos y discursos con acción alineada en coherencia. O eso o que, en caso contrario, sean castigados electoralmente y que se premie a otros liderazgos preparados para la acción que la sostenibilidad de la Tierra reclama. Ambos escenarios podrían redundar en positivo en el clima del planeta y en el clima que acompaña una demasiado contaminada relación entre ciudadanía y política en todo el mundo.