Antonio Turiel
Científico y divulgador
Institut de Ciències del Mar (ICM) del CSIC
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Nos adentramos en una crisis energética global sin precedentes en la historia de la humanidad. La disponibilidad creciente de combustibles fósiles a partir de los cuales hemos impulsado nuestras sociedades llega a su fin, y con él, el fin de la energía barata.
Esta es la causa estructural que hay detrás de la creciente escasez y encarecimiento de la energía, por mucho que también intervengan factores coyunturales como la pandemia, los problemas logísticos, el incremento de la demanda digital, la producción just-in-time y, más recientemente, la guerra en Ucrania. Cada uno de estos factores puede ayudar a explicar “picos” del precio de la energía en un momento dado, pero no son la causa de fondo, que tiene un carácter estructural.
Imaginar un mundo en el que las energías renovables puedan sustituir la reducción energética que ya están dejando las fuentes de energía fósil es una quimera
En los últimos años hemos llegado a picos de oferta de las principales fuentes de energía fósil, es decir, a su máximo de producción anual. El del petróleo convencional tuvo lugar en 2005-2006 (el diésel en 2015), el del carbón en 2014 y el del gas está previsto que llegue muy pronto. Incluso la producción mundial de uranio decrece desde el año 2016, algo que la Agencia Internacional de la Energía (AIE) ha tratado de maquillar en su último informe sobre el estado de la energía en el mundo: el World Energy Outlook 2021, tal y como explico en el análisis publicado recientemente por el JHU-UPF Public Policy Center (UPF-BSM). La escasez de estas fuentes de energía es tan evidente que, por ejemplo, la AIE lleva desde 2013 avisando que la “falta de inversión” en los yacimientos de petróleo puede conllevar problemas en términos de seguridad energética, es decir, que la oferta no pueda cubrir la demanda.
Todo esto se traduce en que, por primera vez en la historia contemporánea, la disponibilidad energética empieza a decrecer, lo que no solo provoca un aumento del precio de la energía (siempre con oscilaciones), sino que genera muchísima inestabilidad tanto en el sistema energético (con la posibilidad de apagones eléctricos, tal y como alertaron las autoridades austríacas y alemanas en otoño de 2021) como en el sistema económico (costes del transporte marítimo disparados, fábricas que cesan su actividad, interrupciones en las cadenas de suministro globales, etc.). Es por ello por lo que la transición energética es un imperativo urgente, no solo desde el punto de vista climático, sino también desde el punto de vista económico y sistémico. De ahí la apuesta reciente por la “transición verde” que han realizado los poderes económicos y financieros, tradicionalmente poco sensibles a las cuestiones climáticas y ambientales.
Sin embargo, imaginar un mundo en el que las energías renovables puedan sustituir la reducción energética que ya están dejando las fuentes de energía fósil y que permita seguir aumentando sin fin la producción y el consumo es una quimera. Actualmente, solo el 20% de la energía final que consumimos es eléctrica y, aunque hay un amplio debate sobre el potencial que ofrece la electrificación, parece muy improbable que se pueda superar el 50% del total (buena parte de la cual, además, se produce mediante fuentes de origen fósil). En este sentido, la misma AIE reconoce la dificultad de “implementar tecnologías limpias” en el transporte de larga distancia y la industria pesada, incidiendo en la necesidad de desarrollar una “mayor innovación” en estas áreas.
Parece inevitable concluir que más pronto que tarde tendremos que adaptarnos de forma rápida y muy amplia a un mundo menos intensivo en el consumo energético
Además, la transición hacia las renovables implica un incremento de la demanda de materiales críticos sin precedentes. Por ejemplo, la AIE pronostica que, de alcanzarse el famoso objetivo de las cero emisiones netas en 2050, la demanda de litio (imprescindible, por ejemplo, para la fabricación de baterías de coches eléctricos) se multiplicará por 100, y la de níquel y cobalto por 40. Alcanzar estos enormes valores no es verosímil, tanto por la falta de petróleo para su extracción y transporte (la minería es altamente intensiva en el consumo de energía fósil) como por la insuficiencia de reservas de estos minerales.
Por todo ello, parece inevitable concluir que más pronto que tarde tendremos que adaptarnos de forma rápida y muy amplia a un mundo menos intensivo en el consumo energético, con todas las implicaciones sociales que ello conlleva a nivel económico, político y cultural. Desde el punto de vista de la ciencia y la tecnología sabemos que es factible mantener una buena calidad de vida para toda la población, pero con un consumo mucho menor. Para ello, lo primero que hay que hacer es reconocer el problema para poder empezar a hacer políticas lo más locales posible, aprovechando la energía renovable, mejorando sus rendimientos y sin consumir tantos materiales escasos.
Hay pues que plantear sistemas más locales y redistributivos, olvidándonos de construir grandes redes globales de producción y consumo o infraestructuras que no podrán utilizarse. Tenemos que priorizar las necesidades básicas de las personas, como la producción y distribución de alimentos, el saneamiento y distribución de agua, y la provisión de servicios básicos como la sanidad y la educación, entre otros. Para ello, el primer paso es abrir un debate verdaderamente democrático desde el que poder afrontar adecuadamente la transición a esta nueva realidad. La alternativa a todo ello es un colapso social de consecuencias inimaginables.