Jorge Carrión, Director del Máster en Creación Literaria
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El profesor Jeremey Bailenson, de la Universidad de Stanford, creó su curso Virtual People en 2003. Desde entonces ha incluido siempre en él experiencias de realidad virtual (RV). Pero, tras las clases por videoconferencia durante la pandemia, ha dado el salto al metaverso, es decir, a la pura virtualidad. No es la única iniciativa parecida en los Estados Unidos. Optima Classical Academy, por ejemplo, también ha decidido dar el paso de las dos dimensiones de Zoom a las tres de los entornos inmersivos. Propone un currículum para alumnos de primaria y secundaria que alterna actividades que pueden ser seguidas a través de la pantalla del ordenador o la tableta con otras que necesitan de gafas de RV.
Se trata de la aplicación al ámbito educativo de la lógica que se ha impuesto en la sociedad durante los últimos quince años de crecimiento exponencial de las plataformas tecnológicas y las redes sociales. Nuestras vidas se han digitalizado, como lo ha hecho nuestro acceso de la información y al conocimiento. Todos tenemos avatares, en Twitter, Facebook o LinkedIn, esos perfiles, esas fotografías, con nuestros nombres reales o con apodos, que nos definen y que condicionan nuestra interacción, en el muro personal o en el espacio compartido del scrolling. Los metaversos de Meta y de otras empresas solo convierten ese perfil en un personaje tridimensional y esos muros, propios o ajenos, en ámbitos también virtuales. La pregunta es hasta qué punto esas herramientas mejoran o no la formación.
¿Tiene sentido que nos comprometamos con el proyecto de Zuckerberg y el de otras empresas gigantescas que también están haciendo realidad sus proyectos de metaversos?
El famoso vídeo que Mark Zuckerberg lanzó el pasado mes de noviembre vende la utopía de una vida paralela y feliz en su metaverso corporativo. Un espacio donde el ocio y el trabajo, la educación y la amistad pueden convivir armónicamente, como pueden hacerlo sin duda en el mundo físico y, digamos, real. Y no hay duda de que son muchas las ventajas que ese tipo de realidades paralelas pueden brindarnos como alumnos perpetuos en un mundo siempre cambiante. Asistir a conferencias en lugares remotos, experimentar en súperlaboratorios, visitar museos de todo el mundo, conversar con personas de los cinco continentes, construir en colaboración todo tipo de proyectos y artefactos.
Al mismo tiempo, parece claro que la existencia de ese gran metaverso precisa de apoyo masivo. Hemos sido nosotros, con nuestra dedicación altruista, con nuestro trabajo voluntario, los que hemos construido Facebook y el resto de redes sociales. Durante la pasada década no éramos conscientes de que ese esfuerzo, que parecía placentero, tenía, en cambio, un alto costo. En términos de tiempo, de datos personales, de desgaste emocional. Los nuevos hábitos han traído nuevos problemas de todo tipo (desde la brecha digital hasta las nuevas patologías psiquiátricas). YouTube y TikTok pagan a sus creadores de contenidos más exitosos, pero el resto de redes siguen creyendo que nuestra aportación de capital no merece una retribución monetaria. Sabemos, además, que esas corporaciones no siguen patrones éticos claros. A la luz de todo ello, ¿tiene sentido que nos comprometamos con el proyecto de Zuckerberg y el de otras empresas gigantescas que también están haciendo realidad sus proyectos de metaversos?
Tal vez las universidades públicas españolas, la Unión Europea o la UNESCO deberían impulsar sus propios espacios virtuales. ¿Un metaverso público y de calidad? ¿Por qué no?
¿O tiene más sentido pensar en términos estatales, internacionales y públicos? China y Corea del Sur ya están edificando sus propios metaversos. Tal vez las universidades públicas españolas, la Unión Europea o la UNESCO deberían impulsar sus propios espacios virtuales. El mes pasado, Margrethe Vestager, comisaria europea de competencia, dijo que la UE debe entender el metaverso para regularlo. Sin duda, hay que analizar las nuevas tendencias tecnológicas –también las criptomonedas, la computación cuántica o las personas virtuales– para poder legislar sobre ellas, pero quizá también hay que ser propositivos y no solo reactivos. No esperar a que Meta haga realidad su macroiniciativa para juzgar hasta qué punto es o no monopolio, sino generar alternativas que eviten de entrada que monopolice la vida de nuestros avatares. ¿Un metaverso público y de calidad? ¿Por qué no?