Las ayudas públicas que España recibirá de la Unión Europea supondrán la mitad del coste estimado para la crisis provocada por el covid-19. Así, los fondos europeos se elevarán a 70.000 millones de euros, ampliables con créditos hasta los 140.000 millones, un 11% del PIB. Gracias a estas ayudas y al mayor endeudamiento del Estado, se pueden mantener los ERTE. A ello hay que añadir las quitas a los créditos del ICO, la moratoria concursal hasta final de este año y las ayudas directas no reembolsables de 5.000 millones para pymes y autónomos.
Los déficits estructurales del mercado laboral, con una tasa crónica de paro –especialmente juvenil–, con trabajadores sin contrato o de muy corta duración, con amplios núcleos de actividades con salarios bajos, acceso limitado a la protección social, desigualdades de género, etc., no van a solucionarse solo con las ayudas recibidas si estas no van acompañadas de políticas públicas claramente dirigidas a mejorar la empleabilidad de los trabajadores. Siendo importante las medidas tomadas hasta ahora para la protección de la ocupación, también son imprescindibles las políticas activas de empleo, que contribuyen a que los parados hallen trabajo mediante programas de desarrollo de nuevas habilidades y competencias.
Es sabido que los países más prósperos son los que más invierten en innovación y en educación. La inversión en educación en España (becas, educación infantil y formación profesional) se sitúa históricamente en la cola europea. No obstante, con las ayudas previstas para las mejoras educativas (1.803 millones de euros) procedentes de los fondos de Mecanismos de Recuperación y fondo de Resiliencia europeos, el gobierno se ha comprometido a mejorar la posición relativa de nuestro país y anticipa que, en los presupuestos de educación para el 2025, se alcanzará el 5% del PIB, acercándose así a la media europea.
Por tanto, y antes de que se escape el tren, esta inversión en educación no debería dejar abandonados a sectores que son importantes por la utilización intensiva de mano de obra como el turismo, la construcción, la distribución minorista, la salud pública, el trabajo inducido por sector automovilista...
Teniendo en cuenta la situación estructural, las ayudas públicas y la empatía privada, todo el conjunto de medidas tendrían que dirigirse a mejorar la empleabilidad y facilitar la movilidad de amplios colectivos hacia otros sectores con superiores perspectivas de futuro.
En una nueva versión de los ERTE se debería modificar la filosofía del subsidio por la de mejora de la empleabilidad. De lo contrario, las actuales medidas de protección serán un parche, pues cuando estas se acaben, resurgirán los anteriores problemas.
Hay que apostar decididamente por el desarrollo profesional de las plantillas de empleados menos cualificados. Para lograrlo, uno de los principales elementos consiste en la potenciación de la formación profesional (vía nuevos programas de formación, contratos de prácticas, convenios con centros formativos...). En este sentido, se podría utilizar de manera más provechosa el tiempo no trabajado y cubierto por las ayudas públicas.
La anunciada reforma laboral debería basarse en un gran pacto de país que atendiera a los sectores que la pandemia ha dejado más desprotegidos, como los jóvenes, para alcanzar una mayor estabilidad en el empleo, la simplificación de la contratación, una apuesta decidida por la formación con medidas facilitadoras de la movilidad y de la adaptabilidad. También aquellas empresas con ayudas públicas deberían comprometerse con el reciclaje y con el desarrollo de su talento interno.
Si no se asume la necesidad de reequilibrar los factores estructurales del mercado laboral mediante pactos sociales que disminuyan la creciente desigualdad y la falta de expectativas en amplios sectores de la población, se crearán grandes bolsas de desempleados atentos a los nuevos populismos emergentes.