Tomàs Rubió
Director del Máster en Dirección y Gestión de Personas en las Organizaciones de la UPF Barcelona School of Management
El mundo del trabajo está cambiando espectacularmente. Hace un par de años, el gobernador del Banco de España, ajeno a la pandemia que se avecinaba y, por tanto, sin tener idea del alcance y la profundidad de su comentario, decía que “el impacto de las tecnologías es aún incierto, pero conduce a una mayor automatización de las operaciones que puede hacer cambiar la estructura del mercado laboral”.
En este momento ya nadie duda de que los puestos de trabajo de los diferentes sectores de la economía están cambiando al ritmo que lo hacen la digitalización y las nuevas tecnologías. El caso de los repartidores o riders que trabajan para plataformas digitales es un buen ejemplo, cuyo sector, el delivery, creció un 60% en la facturación del 2020 según datos de Kantar Word Panel.
Fue la primera muerte de un repartidor, en 2019, cuando manifesté que las nuevas tecnologías debían ir acompañadas de un mayor compromiso social de los diferentes actores económicos, pues dejaba totalmente desprotegidos a grupos cada vez más numerosos de la población trabajadora. En “A propósito de la muerte de un repartidor”, escrito para La Vanguardia, resaltaba que únicamente ese hecho luctuoso había sido la causa de poner sobre la mesa una de las desigualdades más evidentes que tenía la sociedad frente a sus propios ojos.
En los medios se hablaba de este accidente desde la perspectiva del destino trágico de un inmigrante (Pujan Koirala), que habiendo subcontratado una cuenta de Glovo, había sido atropellado por un camión nocturno de recogida de la basura en Barcelona. Como si esto eximiera de otras consideraciones de carácter social y laboral. Los denominados por algunos “esclavos del siglo XXI”, aparecían por primera vez en los medios y el conflicto laboral subyacente salía a la luz.
Tan acostumbrados nos han tenido los gobiernos neoliberales a la lógica conservadora imperante en términos económicos y laborales que, en general, apenas unos pocos cuestionábamos aquellas ideas de negocio basadas en la fragilidad de determinados grupos de trabajadores.
No sé si por los sucesivos hechos luctuosos que han sucedido al ya mencionado o si, finalmente, se entiende que, en determinados casos, desde la óptica laboral, la implicación del trabajador en la distribución del producto forma parte del mismo proceso empresarial, pero, afortunadamente, parece que la perspectiva de esta situación está cambiando en diferentes estamentos sociales y países.
Después de unos meses de debate interno en algunas naciones de nuestro entorno europeo, en general, se ha tomado como referencia el modelo francés. El pasado mes de febrero, la justicia italiana acababa de obligar a las plataformas de servicios a contratar a 60.000 repartidores de comida a domicilio. Ha exigido a plataformas como Uber Eats, Glovo o Deliveroo, después de una investigación para toda Italia realizada por la Fiscalía de Milán, que este tipo de trabajadores no pueden ser considerados ocasionales y, por tanto, deberían tener un contrato laboral. Después de imponer una sanción a las mencionadas compañías, se les ha dado un plazo de pocos meses para que regularicen la situación.
Sea cual sea la razón jurídica, también en España el Tribunal Supremo, hace escasos meses, dictaminó que los riders son trabajadores por cuenta ajena si no se puede demostrar que son autónomos. Es decir, forman parte de la plantilla y se tienen que incorporar en el régimen general de la Seguridad Social.
Así, la patronal española CEO, a pesar del rechazo frontal de las propias plataformas digitales, ha aceptado entrar por esta línea y negociar los aspectos más técnicos de esta actividad, como el derecho de los representantes sindicales a conocer sobre los algoritmos que las empresas utilizan para decidir en la actividad de los trabajadores. Por supuesto, los sindicatos han defendido convertir estos empleados en plantilla y que puedan disfrutar de la cadena de protección social propia de los asalariados: cobertura de accidentabilidad, vacaciones, salud laboral, prevención de riesgos, etcétera.
Los meses de confinamiento han reforzado la idea de que sin la tecnología no podríamos avanzar. Pero frente a la desigualdad pandémica en diferentes ámbitos, es necesario un nuevo contrato social donde las empresas que se benefician de los avances tecnológicos –dado el control que ejercen sobre estas herramientas– sean responsables socialmente. Es una buena noticia, en tiempos de crisis, que esta predisposición a dialogar se refleje en una normativa equilibrada para todos los protagonistas. Que no sea un remiendo temporal dependerá del legislador, como en ocasiones ha sucedido en la normativa laboral. Y que también sirva este diálogo para orientar las mejoras básicas que requiere aquella reforma laboral del 2012 que estableció el gobierno de Mariano Rajoy, pues es sabido que uno de los objetivos del actual gobierno en los próximos meses es la elaboración de un nuevo Estatuto de los Trabajadores.
Innovación y protección social deben poder conjugarse en el mismo tiempo. El desarrollo de la digitalización no puede traducirse en un aumento de la precariedad y vulnerabilidad laboral. Así lo anunció McKinsey Global Institute que, en febrero de 2020, publicaron un informe sobre la necesidad de formalizar un nuevo contrato social para atender a estos cambios producidos por las nuevas tecnologías.
La incorporación en las escuelas de management de las cuestiones de responsabilidad social y ética es un factor importante por su incidencia en la realidad. Para mejorar nuestra sociedad hay que poner orden en segmentos desprotegidos (contratos temporales, riders, kellys…) mediante normas que mejoren la realidad y que nos aproximen a un equilibrio (tan necesario) entre la eficiencia social y la económica.