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La lliçó magistral de Carlos da Veiga Ferreira pel Màster en Edició

2 Julio - 2015

Aquesta és la lliçó impartida per l'editor Carlos da Veiga Ferreira en la cloendadel Màster en Edicióde l'UPF-IDEC (UniversitatPompeuFabra de Barcelona) pronunciada el 2 de juliol de 2015. Una lliçó d'agraïments, reflexions i cites sobre la professió, la vocació i l'estima als llibres, la lectura i el món editorial.

Agraïments (en catellà)

Hace veinte años, dando pruebas de la inconsciencia que ha presidido algunas y afortunadamente pocas decisiones de mi vida, acepté la invitación del profesor Javier Aparicio Maydeu para cerrar este Máster de Edición, que por aquel entonces daba sus primeros pasos. Tenía la disculpa de la juventud –contaba con unos tiernos 47 años- y de la ignorancia de los nombres que me sucederían en esta tarea.

Vine y fui amablemente recibido por una audiencia atenta que me convenció de que, a pesar de todo, había dicho alguna cosa interesante. Recuerdo que en ese grupo de estudiantes estaba la hija de mi inolvidable amiga Esther Tusquets, Milena Busquets, que se convertiría en una editora en breve y que en la actualidad es una escritora de éxito.

Veinte años han pasado, y después de algunos millares de libros leídos y de algunos centenares publicados, la misma inconsciencia me ha hecho volver, pero esta vez con un poco más de vergüenza, ahora que sé quienes han pasado por aquí, todos ellos editores infinitamente mayores que yo, a los que conozco bien y a muchos de los cuales considero como mis maestros.

De entre ellos, quiero recordar y homenajear a Jaume Vallcorba, precozmente desaparecido el pasado año y que nos dejó, antes de morir, un texto magistral. No me resisto a contar aquí una anécdota que define bien el carácter de Jaume. Hace dos o tres años, me invitó a comer a un excelente restaurante próximo a su casa. A la hora indicada, llegué, me senté en la mesa reservada y esperé por él. Tres cuartos de hora después y constatando la preocupación del chef quien me explica que era todo muy raro "porque el señor Vallcorba es todo un caballero y nunca hace una cosa así", decidí llamarlo. No respondió. Poco después me envió un mensaje en el que me decía que se había retrasado en su regreso de Madrid y ya no podría venir a comer conmigo. Posteriormente me llamó para decir más o menos lo mismo. Entendí perfectamente su justificación y quedamos así. Comí unos excelentes macarrones, paseé por mi Barcelona de siempre y no pensé más en el asunto. Al final del día, ya en el hotel, vuelvo a recibir una llamada de Jaume que me explica que tenía remordimientos de conciencia porque me había mentido y me contó lo que realmente le había pasado. Antes de comer había vuelto a casa, se había sentado en el sofá y... se había quedado dormido profundamente, pasándose así la hora de la comida. Así era mi amigo Jaume Vallcorba que con mucha nostalgia aquí recuerdo.

No puedo dejar de recordar, también con mucho sentimiento, a otro amigo mío, Tony López Lamadrid, con quien conviví mucho, tanto aquí, como en Frankfurt e incluso en Lisboa, del que también tengo una anécdota. Una vez, con motivo de la visita a esta Universidad de Antoine Gallimard para el cierre del máster de ese año, el profesor Javier Aparicio nos invitó amablemente a cenar. Ahí estábamos todos a la hora acordada, incluida su mujer, Beatriz de Moura. Toni llegaría con bastante retraso, porque se había quedado en casa viendo un partido de fútbol muy importante entre Portugal y Holanda.

Y todo esto para decir que los editores, pese al prestigio de la edición y las nobles tareas que desempeñan, son personas exactamente como las demás, capaces de olvidarse de los compromisos con motivo de su siesta o de un importante partido de fútbol.

Echo de menos a los dos, del mismo modo que añoro a otros que nos han dejado, como Schifrin, al que también quiero homenajear, y con los que he compartido más alegrías que tristezas.

Recuerdo también, y quiero honrar la memoria de José Manuel Lara, con quien coincidí a penas una o dos veces, cuya personalidad marcó fuertemente la edición española y que llevó a la editorial Planeta a instalarse también en Portugal.

Dicho todo esto, ¿por qué he aceptado volver?

En primer lugar, como bien sabe cualquier Pepe Carvalho familiarizado con los bajo fondos del barrio chino de antaño, el criminal siempre vuelve, antes o después, a la escena del crimen. Y en segundo lugar porque creo que los veinte años que han pasado me habrán hecho madurar y, por ello, tal vez pueda deciros algo más interesante que lo dicho en aquella primera vez en la que tuve el honor de estar en esta Universidad. Y finalmente, para volver a un restaurante magnífico a donde me llevaron a cenar, tal vez un poco redundantemente pero sin saber los unos de los otros, durante tres noches consecutivas, mis queridos amigos Beatriz de Moura, Jorge Herralde y Monica Martin. A la quinta noche, cuando fui invitado por Javier, pasé delante de dicho restaurante camino de otro y vi en la puerta a su propietaria, Ana, a la que apresuradamente me dirigí diciéndole: me gusta mucho tu restaurante pero hoy no...

Dicho esto, entremos en materia, por un lado para hablar de mi trayectoria personal, en una especie de rendición de cuentas a la que todo editor honrado está obligado, por otro para abordar, aunque sea brevemente, la edición como una de las bellas artes como tal vez hubiese dicho Quincey.

Casi no tengo recuerdos de la época en la que no sabía leer, pero sí recuerdo claramente una tarde, a mis cuatro años, en la que de la mano de mi padre bajando por una calle de Porto leí una palabra completa, Coliseu, en los muros de una sala de espectáculos. Poco después, el primer error: en la fachada de una tipografía estaba escrito, en caracteres góticos, más difíciles, el nombre de la misma –Calafate- la cual leí Calatate. Lecturas correctas y errores que se sucederían en innumerables ocasiones a lo largo de mi vida.

Supe, desde muy joven, que mi destino eran los libros, bajo qué forma todavía no lo sabía. Desde aquella, prácticamente no he hecho nada más que entregarme a la lectura, ese vicio impune, como alguien dijo, y a lo largo de cuatro décadas editar, que al final es otra forma de leer.

Una vez finalizados mis estudios secundarios en Oporto, llegué a Lisboa con 17 años para estudiar sociología, lo que hice con provecho propio y para contento de mis padres, siempre recelosos de lo que podría hacer un joven delirante por causa de muchas y disparatadas lecturas en una ciudad tan grande como Lisboa podía ser por aquel entonces para ellos y para mi.

Tras mis estudios hice el servicio militar, cuatro largos y casi interminables e inútiles años. Después, fui funcionario del servicio de relaciones internacionales del Ministerio de economía, durante muchos años, y leí, leí furiosamente, sabiendo que todas las lecturas son peligrosas, más todavía en tiempos de fascismo y obscurantismo, en un Portugal gris y triste. Y sin embargo, en una época en la que la represión era dura y cruda en mi país, se constataba una cosa que nunca percibí, no había censura, censura previa para los libros, al contrario de lo que ocurría con los periódicos, revistas, radio, cine y televisión, ferozmente vigilados y controlados. Los libros podían, sin embargo, ser prohibidos después de ser publicados, excelente noticia para sus editores que tenían asegurada la venta de por lo menos esa edición.

Más importante que todo esto, debido a un conjunto de circunstancias, tanto extraordinarias como felices, empecé a convivir, casi cotidianamente, con las mayores personalidades de la literatura portuguesa: Carlos de Oliveira, José Cardoso Pires, Herberto Helder, Ruy Belo, José Saramago, Fiama Hasse, Maria Velho da Costa, Almeida Faria, Luísa Neto Jorge, Nuno Júdice, por citar a algunos. Como es natural, aquí también conocí a muchos editores. Empecé, entonces, a hacer traducciones que culminaron con la de Tirano Banderas del extravagante Don Ramón del Valle-Inclán, esta ya para mi editorial.

No tardó mucho en llegar la época en la que yo mismo me vi absorbido por la edición, asociándome a una pequeña editorial, Teorema, buscando las palabras… espejos mágicos en los que se evocan todas las imágenes del mundo, escribió el mismo Don Ramón.

A partir de entonces, todavía se arraigó más en mí la convicción firme de que el mundo es un libro, es todo lo que se escribe y se lee.

En 1989, gracias a un acto más de inconsciencia que ya mencioné, me convertí en propietario y editor único de Teorema, ya con algún prestigio, pero llena de deudas como muchos de vosotros sabéis y que me ayudasteis a superar. Ya con las cuentas saneadas, creé un catálogo de más de ochocientos libros, del que me siento muy orgulloso, ya que, como dijo Manganelli, La cultura empieza con la lectura de los catálogos de libros. En ese catálogo dejé, cuando vendí Teorema, en un momento de voraz y desenfrenada concentración que se apoderó del mundo editorial portugués, a autores como Flaubert, Safo, Calvino (28 títulos), Proust, Borges (obra completa, incluido el que escribió en colaboración), Voltaire, Saul Below, Sebald (toda su obra), Ignacio Martínez de Pisón, Vila Matas, Clara Usón, Quino, Duby, Braudel, y Le Goff…y, aquí me detengo para no ser aburrido.

Una vez finalizada esta fase, me embarqué, nuevamente, 3 meses después, en esta Nave de Locos, que en cierto modo somos todos nosotros, y creé un nuevo sello, Teodolito, donde volví a construir un catálogo, hecho de autores que ya me habían acompañado antes, y de otros, nuevos, en los que creo reconocer la misma calidad. Cabe citar a Jorge Herralde, que afirmó un día: un editor es su catálogo.

Y, no obstante, parafraseando a la poeta portuguesa Fiama Hasse, quien escribió en un breve poema, resumen de su poética, existimos sobre lo anterior, pienso que puedo atribuir a mi catálogo, podemos todos, a Gutenberg y, retrocediendo mucho más atrás, a todos aquellos que, desde el principio de los tiempos, vienen pacientemente reproduciendo textos únicos de varios autores para que otros los puedan leer por curiosidad de saber, por placer de la lectura, por pasión por la escrita y por el libro. Leer sigue siendo en la actualidad, el paraíso posible.

La revolución de Gutenberg, a la sombra de la cual y a pesar de todos los avances tecnológicos, continuamos viviendo, constituye un gigantesco paso en la historia de la cultura y de la humanidad. Posteriormente, durante la segunda mitad del siglo XVI, empieza a celebrarse la Feria de Frankfurt, donde se reunían editores, libreros, tipógrafos, traductores y otros oficiales de las mismas artes. En 1564, Georg Willer tuvo la acertada idea de elaborar una lista con todos los libros que se podían encontrar en Frankfurt. Esa lista superaba ya el formidable número de 20.000 títulos.

De ellos, muchos artesanos y artistas, descendemos todos los que todavía hoy en día cultivamos esa noble y bella arte.

Pero, ¿de qué arte estamos hablando cuando hablamos de edición?

Desde luego, de un arte que debe practicarse -Feltrinelli, el padre, dixitcon la cabeza en las nubes y con los pies en la tierra. Las nubes para el sueño y la tierra para nunca olvidar que estamos también ante un negocio que, efectivamente no nos hará ricos, pero debe reportar beneficios, para, entre otras cosas, continuar persiguiendo el sueño que, de otro modo, puede transformarse en una pesadilla.

Este inicio, artístico repito, empieza siempre por la elección de los autores y títulos que se publicarán. Todos nosotros somos capaces de explicar, supongo, las razones que nos llevaron a escoger determinado título. Más difícil es justificar, salvo en casos obvios, el rechazo de algunos otros cuya calidad es igualmente evidente. Entra aquí, creo, la subjetividad absoluta, implícita en cualquier actividad que aspire a la condición de arte.

No me equivoco si afirmo que todos nosotros reconocemos, entre los libros que publicamos, aquellos a los que verdaderamente perdurarán hasta transformarse en un clásico, en la definición de Calvino, un libro tiende a relegar la actualidad a una categoría de ruido de fondo, pero, al mismo tiempo, no puede prescindir de ese ruido de fondo.

En el caso de la literatura traducida, parte sustancial de mi trabajo, hay que buscar un traductor que domine la lengua de partida y, sobre todo, la de llegada, capaz de realizar un verdadero trabajo de coautoría. Estos traductores son casi tan raros como los grandes escritores, pero una vez reunido un buen grupo, los libros, conforme a sus especificidades propias, avanzan naturalmente y por su propio pie, hacia uno u otro lado.

Pasemos a las artes visuales, las artes gráficas:

La portada, que será el retrato del editor, podrá obedecer a un esquema rígido, o por lo contrario ser muy dispar dependiendo de cada libro, pero que sin embargo deberá individualizar y permitir identificar al editor con una sola ojeada.

Los formatos están, en la actualidad, muy estandarizados, en buena parte, debido a las medidas del papel, de las que disponemos una enorme variedad, pero también son una elección importante del editor. Tampoco es indiferente el tipo de papel y unos servirán mejor para un tipo de obra del que otros.

Simultáneamente, el diseño de la mancha tipográfica, la definición del tipo y cuerpo de los caracteres y la paginación. Todo esto es fundamental para el diseño de un libro y para lograr que el mismo se convierta en un objeto vivo e irrepetible. También el texto de las contraportadas y de las solapas, tarjeta de presentación de un libro puede contribuir mucho a que el lector entre a comprarlo con toda confianza.

No es casualidad que en Portugal llamemos al conjunto de materiales que se envían a impresión, Arte Final.

Las nuevas tecnologías han introducido muchos elementos nuevos en este proceso, como la virtualización del libro, al que se puede tener fácil acceso a través de cualquier pantalla. Pero este tema lo dejo para otros que yo de esto no sé, ni tengo edad ya para aprender.

En los 5 ó 6 últimos párrafos, como muchos ya habrán constatado, he seguido la lección de Roberto Calasso, un gran editor, y por todos es sabido que estos todavía escasean más que los grandes escritores que publican. No me resisto a homenajearlo y a citarlo ahora directamente, cuando define a un editor como a un intelectual y un aventurero, un fabricante y un déspota, un impostor y un hombre invisible, un visionario y un contable, un artesano y un político.

Coincido también con Calasso cuando escribe que todos los libros publicados por un determinado editor pueden ser vistos como eslabones de una única cadena o partes de un único libro formado por todos los libros publicados por el editor, como muy bien podría haber dicho Borges.

Se trata de dar a leer, al mayor número posible de lectores, los libros que producimos. Es un arte que no domino, a pesar de que la suerte me haya protegido con una buena mano llena de libros con grandes ventas. Reconozco, sin embargo, que es un arte necesaria, pero, por favor, no me hablen de argumentos de venta.

Valiéndose de todas estas artes algunos contribuyeron a pequeñas, pero bellas casas editoriales, mientras otros han constituido los cimientos de verdaderas catedrales como Gallimard, Einaudi o Planeta, cuya influencia intelectual y hasta política, todavía se mantiene en la actualidad. Unos y otros han sido imprescindibles para la cultura y la configuración del mundo tal y como lo conocemos.

Los libros son caprichosos, me dijo un día en Lisboa, Carmen Balcells, y un editor poco puede, ni siquiera puede cambiar de editor, en la feliz boutade de Feltrinelli.

Podemos todos, a pesar de los tiempos inciertos que vivimos, triunfar sobre la barbarie y contribuir a que la palabra editor continúe sonando con orgullo.

Soy consciente de no haber dicho aquí más que banalidades obvias, pero espero, por lo menos no haber sido demasiado pesado.

Y termino con una cita de Borges, con la que finalizaba todos mis catálogos de Teorema:

Tal vez la vejez y el temor me engañen pero sospecho que la especie humana – la única – está extinguiéndose y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, formada por volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.

Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.

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